Este camino implica reconocer nuestras faltas, pues como dice la Escritura:
"Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios" (Romanos 3:23).
Nuestra naturaleza caída nos lleva a pecar a cada instante, pero Dios mira el arrepentimiento genuino del corazón y el esfuerzo diario de alejarnos del pecado. Al presentarnos ante Él, debemos reflexionar en cómo tratamos a nuestros semejantes, porque nuestras acciones hacia ellos reflejan nuestra relación con Dios. Jesús enseñó esta verdad de forma contundente al decir:
"De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis" (Mateo 25:40).
Para no pecar contra Dios, quien no podemos ver, debemos evitar pecar contra nuestros hermanos, a quienes podemos ver y tocar. El apóstol Juan señala este principio con claridad:
"Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?" (1 Juan 4:20).
Ir a la iglesia consiste en más que reunirnos; es acudir al lugar señalado como la casa de Dios para experimentar su presencia de una manera especial. La Biblia nos anima a no descuidar este acto comunitario, pues en la iglesia somos fortalecidos y edificados:
"No dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos; y tanto más, cuanto veis que aquel día se acerca" (Hebreos 10:25).
Al entrar en la casa de Dios, lo primero es humillarnos ante Él, reconocer nuestras faltas y pedir perdón, sabiendo que Él es fiel para perdonarnos:
"Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad" (1 Juan 1:9).
Después de arrepentirnos, nuestra actitud debe transformarse en una de alabanza y gratitud. Los Salmos nos exhortan a glorificar Su santo nombre:
"Entrad por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con alabanza; alabadle, bendecid su nombre" (Salmo 100:4).
La vida del cristiano no se trata de una perfección inalcanzable, sino de un corazón contrito y humillado, dispuesto a ser transformado por el amor de Dios. El profeta Miqueas resume nuestro llamado:
"Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno. ¿Y qué pide Jehová de ti? Solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios" (Miqueas 6:8).
Así, en la vida cristiana debemos no solo arrepentirnos de nuestras faltas y evitar el mal, sino también mirarnos a nosotros mismos en el prójimo, siendo instrumentos de amor, compasión y servicio, tal como lo enseñó Jesús:
"Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros" (Juan 13:34).
Finalmente, recordar que en la iglesia encontramos comunión con otros creyentes, una oportunidad para ser consolados, corregidos y fortalecidos, pues Cristo está presente donde Su pueblo se reúne:
"Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mateo 18:20).
No hay comentarios:
Publicar un comentario